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Santander, a orillas del Cantábrico

¡Qué buenos recuerdos conservo de Santander! no quizás por su emotiva belleza, sino por la libertad que parece emanar de aquellas ciudades que viven abiertas al Mar. Y pocos mares hay más bonitos que el Cantábrico, tan salvaje, tan indómito y al mismo tiempo, tan acogedor.

Dos caras muy distintas nos ofrece esta gran ciudad marinera. dos vertientes de un mismo mar separados por la Península de la Magdalena, perfectamente reflejadas en el faro que se eleva frente a las costas de aquel gran Palacio y a cuyos pies parece literalmente romperse el mar entre olas bravías y un estruendo a veces ensordecedor.

Pero vayamos por pasos, porque nuestra primera visión de Santander será la de su puerto marinero. Habremos dejado atrás su casco histórico, no demasiado bien conservado, aunque cabe destacar su plaza Porticada de estilo herreriano y su Catedral del siglo XII, anteriormente abadía de los Cuerpos Santos, ampliada después y cuyo mayor tesoro es la Cripta del Santo Cristo.

De allí hemos de atravesar los jardines de Pereda y adentrarnos en el paseo de Pereda, una avenida repleta de comercios que desemboca en la zona portuaria. El paseo por esta avenida es realmente agradable si el tiempo acompaña (desgraciadamente no siempre esasí cuando el Viento del Sur sopla). Por ese paseo adonde suelen ir niños y ancianos, y donde podréis ver algunos pescadores, el tiempo parece detenerse. Inevitablemente se vuelve la vista atrás para recordar cosas pasadas a tono con lo que nos rodea. Porque Santander en ese lado es, sobre todo, nostálgica.

Con la vista puesta en el Museo Marítimo, al fondo, continuamos nuestro paseo pasando junto al Puerto Chico, un viejo puerto de pescadores que hoy es más puerto deportivo que otra cosa. Allí se alternan las barcas tradicionales con barcos de más calado en una extraña mezcla de pasado y presente. El Paseo de Castelar nos llevará hasta la Avenida de la Reina Victoria y por último a la península de la Magdalena.

El paseo por el interior de la Península es sorprendente. Si os relajáis y disfrutáis de cuanto os rodea, os olvidaréis de que estáis en medio de una gran urbe. Allí todo es naturaleza; paseos entre árboles cuyas vistas siempre dan al Cantábrico y a unas exquisitas playas de arena fina. Y, finalmente, tras unos 10 minutos de caminata, nos aprestaremos para divisar entre los árboles la elegante figura del Palacio de la Magdalena, emplazada sobre una colina; un palacio que en su día regalara la ciudad al rey Alfonso XIII. Corría por ese entonces el año 1913, y hoy, casi 90 años después, es hogar de la Universidad Menéndez Pelayo.

A los pies del palacio están las Caballerizas Reales, inauguradas en el año 1915, y rodenado a la Península, las populares playas del Promontorio y de la Magdalena, visitadas desde principios del siglo XX.

La Avenida de la Reina Victoria es la que conecta la Magdalena con el Cantábrico, la parte más bravía de Santander. Son dos kilómetros de costa en los que se suceden seis playas entre las que destacan las playas del Camello, la de la Concha y la más conocida, la del Sardinero, todos con una característica común: cielos tersos sin polución, aguas agitadas pero limpias y una perenne brisa suave.

Allí, frente al Sardinero, se encuentran el Gran Casino y el Hotel Real, dos emblemas de la ciudad, de los años 1915 y 1917.

El paisaje urbano ha cambiado, y aquí, Santander se muestra más elegante y señorial, reflejo clase de ser el Sardinero una zona de gente de dinero, pues a principios del siglo XX se establecieron en esta parte de la ciudad familias de clase alta que construían aquí sus pequeños palacetes y mansiones

Santander: dos vertientes, dos caras, dos imágenes, una sola identidad.